Del mutismo a la melodía

Teníamos una hija hermosa empeñada en gozar la vida, en investigarla y apropiarse de su belleza. Todo eso como consecuencia del desarrollo saludable y entusiasta de sus primeros años. Su curiosidad activa frente a los misterios que se encontraba a cada paso y la relación cariñosa con todos aquellos que formábamos su mundo, eran signo y sentido de su vitalidad creciente. Alejandra tenía tres años cuando llegó el ansiado momento de esperar a un segundo bebé, pero la felicidad se derrumbó porque un sangrado nos anunciaba que no llegaría. Vivimos un duelo hasta que, un tiempo después, disfrutamos del tercer embarazo. Celebrábamos la sola idea de recibirlo, de arroparlo, de hacerlo sentir amado y en casa. Preparamos un espacio especial para él. Su ropa, sus muebles, sus juguetes, el álbum donde estarían sus fotos. Pensamos su nombre. A punto de que culminaran los nueve meses todo estaba listo. Su hermana colgó en la puerta un letrero con hermosos dibujos para los que utilizó todos los colores del arco iris “Bienvenido a tu casa, bebé”, decía con su letra bella y saltarina.

Él, por su parte, llevaba dos días anunciando que quería nacer. Las contracciones progresaban de bruscas a violentas. Endurecían la piel de mi vientre; la estiraban y la distendían. Cada órgano, cada tejido dentro buscaba un reacomodo. Las ingles y el empeine parecían abrirse hasta provocarme la sensación de que acabarían por quebrarse a fuerza de jalones. Pero el doctor dijo: “Hay que esperar a que haya un lapso de tiempo exacto entre cada una. No más de tres minutos.”.

Las mujeres mayores ordenaron: “¡A caminar!” Y caminé. Durante dos días recorrí palmo a palmo hasta memorizar las calles curvas y las empinadas que llevaban hacia la avenida y las que iban de la avenida al camellón ancho sembrado de fresnos y jacarandas. En el regreso: la banqueta estrecha, el camino inclinado, el espectáculo de los techos anaranjados y verdes del caserío, los olores que se desprendían de las casas y que variaban según la hora del día, me acompañaban y me distraían.

Hacia el atardecer del segundo día, el endurecimiento de mi vientre aparecía de manera intermitente exigiendo concentración total alrededor de mi cuerpo contraído. Apoyada del brazo de mi marido, me detenía para respirar profundo, en lo que él (tratando de disimular una preocupación que lo traspasaba) veía el reloj para luego anotar el minuto exacto y la duración de la contracción que me detenía. Llegó un momento en que apenas podía mantenerme en pie, fue entonces que Gustavo no admitió más demora: “¡Lleva cuarenta y ocho horas de contracciones! ¡La llevo al hospital ahora mismo!”.

“¡Es una emergencia!”, anunció la enfermera al médico que me recibió en “Urgencias”. Bata y camilla. No había tiempo para más. “¡Respire soplando, señora!” “¡Respire!” El dolor me mantenía concentrada en padecerlo y alejada del resto de lo que me rodeaba. Los corredores que atravesaba la camilla eran túneles inacabables, los sonidos de los cuartos se confundían en mis oídos con las frases atropelladas de quienes me transportaban.

-¿Qué tiene?

-Se está abriendo la cicatriz de una cirugía anterior.

Una vez en la sala de partos el aire frío se colaba por mi espalda descubierta. Me pasaban de la camilla a la mesa de operación. ¡Ahora siéntese y no se mueva que vamos a inyectarla en la columna! ¡Quietecita! Si se mueve no la voy a poder inyectar. ¡Haga un esfuerzo! ¡No se mueva! Las contracciones eran tan frecuentes e intensas que me obligaban a jadear. ¡Respire hondo! ¡Si se mueve se derrama el líquido y sería muy peligroso para usted! No ha llegado su doctor pero no tarda. No se preocupe, ya lo llamaron. En un momento va a estar por aquí. Por ahora la estamos preparando; yo soy su anestesista y él es el asistente de su doctor. No se preocupe, todo va a salir muy bien.

-No me duerma. Quiero ver nacer a mi bebé. Quedé con el doctor que no me dormirían. Quiero estar presente. -Suplicaba yo temiendo que me lo impidieran.

-No se preocupe, le estoy poniendo una dosis muy leve. Está muy agotada. Duérmase un poco, yo la despierto cuando esté por nacer.

Luché contra el dolor, el cansancio y el adormecimiento. Luché contra el desinterés de los médicos en cumplir la promesa de permitirme estar presente. Y vencí. Logré verlo nacer. ¡Era un bebé hermoso! ¡Era hombre! ¡Era mi hijo!

-“¡Mira nada más, Yolanda, que criatura más hermosa! ¡Es un niño!” –me dijo el doctor acercándolo hasta mí, que permanecía muda de la emoción. Era nuestra primera separación y nuestro primer encuentro. Unas lágrimas, un vuelco del corazón; un arrebato fascinado, inefable, que no tiene explicación. Nada existía en ese momento que no fuera su belleza y mi asombro. Le di la bienvenida con una sonrisa alborozada y le dediqué la primera palabra que le daba nombre: “¡Hijo!” Cuando por fin comenzó a llorar, su llanto era un himno a la vida; un bálsamo de alivio a cualquier dolor.

Sin embargo, un color azulado de su piel permaneció coloreando el fondo de mi mente. Y comenzó a erguirse como pregunta, como preocupación que no tardó en confirmar su ominoso sentido: lo confirmé meses después, en el momento en que mi hijo dejó de mirarme. A partir de entonces me convertía de cuando en cuando en la mujer que buscaba ser mirada por un ser que le aseguraba que no la miraría. Por quien no reparaba en ella. Me transformé en la mujer que busca ser amada por quien no aprecia su presencia. Desde el anhelo por ser tomada en cuenta sin lograrlo, busqué acceso al mundo en el que habitaba mi hijo. Intenté una oportunidad para aislarme en su aislamiento, y de esa manera busqué que, al igual que a él, a mí también me fuera posible vivir la muerte que se promete a quienes no les ha sido dada la posibilidad de cruzar del sonido a la palabra. Me hundí en un pozo sin salida.

En los primeros años de Luis Rodrigo se estableció una lucha violenta entre mis deseos maternos de dar y recibir ternura y el autismo que se imponía entre nosotros como muralla. Yo anhelaba comunicarme, y el autismo erigía fronteras, frustraba acercamientos, mermaba el efecto de mimos, caricias y lisonjas hasta el punto de convertir, de cuando en cuando, la dulce melodía de mis arrullos en sonidos dolorosos al llegar a sus oídos. El autismo nos prohibía los dulces escarceos que, precisamente por dulces, demandan ida y vuelta. Pero para el autismo no hay “vuelta”; refractario a que el otro reciba lo que se le envía, obstaculiza la respuesta. Más aún, cualquier posibilidad de respuesta de parte de mi hijo, quedaba aniquilada mucho antes de que la construyera.

Transcurría su tiempo inmerso en su no-sueño, impenetrable en su capelo, prisionero en su piel; como si su mundo principiara y acabara en ella. En su pasión por las bardas, todo lo tapiaba el autismo. Y conforme pasaba el tiempo, sin darme cuenta, me constituí en su aliada. Cooperé con él haciendo más ancho el muro que se interponía entre mi hijo y yo misma. Logré ensancharlo con mi sufrimiento sin salida, con mi llanto sin consuelo, con mi sentimiento de culpa sin absolución. El autismo hizo de mí una madre discapacitada y yo me solidaricé con él durante un tiempo largo. Atacaba con saña todo lo bueno mío: mi pensamiento, mi sentido del humor, mis afectos, mi confianza. Me despojaba de cualquier forma amorosa que pudiera ser un regalo para mi hijo. Porque al regalárselo yo, Luís Rodrigo lo recibiría, y esa ida y vuelta afectuosa finca un amarre, y los amarres son blancos de ataque, prohibiciones imperiosas por el autismo.

Desde siempre se sumaron algunos a una lucha ardua por derrumbar la muralla y a estas alturas (como consecuencia de una tarea conjunta y minuciosa), la hemos debilitado. Luís Rodrigo se asoma por algunas de sus fisuras a respirar aire fresco. Su mente soporta mucho más la cercanía de los otros, tolera más el dolor de no entender, disfruta más de lo que gozamos y es capaz de extrañar, de sufrir intensamente la separación de aquel a quien ama, con la esperanza de un reencuentro.

Ignoro cuándo fue que le declaré yo misma una guerra frontal al autismo. No sé cuándo renuncié a entregarme a la confusión y al letargo. No sé cuándo dejé de entender el destino de mi hijo como un destino sin esperanza. Y aun y cuando asumo que este dolor de mamá que no se conforma no va a desaparecer nunca, ahora el dolor es mi acompañante y no mi dueño. Ahora creo que, precisamente la incompletud de Luis Rodrigo me obsequió, paradójicamente, la oportunidad de tolerar un poco más mis propias faltas. Lo que resulta ser un regalo que deseo aceptar y agradecer.

Veo ahora al autismo como enemigo a combatir. Como una violenta afrenta a la condición humana de mi hijo quien se ha visto obligado a padecer el desconocimiento de la ciencia, la confusión de los expertos, la arrogante presunción de que se sabe muy bien cuando se ignora del todo, el error de algunos médicos, la crueldad y el sadismo de quienes se han aprovechado de su indefensión y de su silencio. Veo ahora al autismo como enemigo a combatir, desde un lugar que abrigue una esperanza realista. Desde una ciencia que sigue buscando conocer, desde los expertos que luchan por el esclarecimiento, desde la investigación médica, psicológica y pedagógica que se interesa profundamente en llevar alivio y, principalmente, desde las personas que encarnan esta esperanza y este deseo. Veo ahora al autismo como enemigo a combatir, porque Luis Rodrigo me necesita como mamá, amándolo profundamente como es, pero también luchando abiertamente por apartar de su persona los males que la alienan.

Y habré de huir de consuelos vanos: de la tentación por idealizar la discapacidad, de la inclinación por el engaño que amortigua el sufrimiento. Habré de reconocer que nunca será motivo de tranquilidad la falsa verdad de que la persona autista no sufre, porque, en todo caso, el sentido de la vida no consiste en evitar el sufrimiento. Habré de gozar, mejor, los momentos en que sufra si es su dolor manifestación de un avance en la conquista de su ser como persona. Habré de mantener la esperanza de que, aunque Luis Rodrigo ya no pueda beneficiarse, llegará un día en que el autismo pase a formar parte del archivo muerto.

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