Nadie ama, lo que no conoce

Soy la mayor de los tres hijos del matrimonio Terrones Medina, el menor es mi hermano Raúl quien nació con autismo hace 38 años, situación que fracturó la relación de pareja entre mis padres, el trato entre mi padre y su hijo, e inevitablemente condicionó la convivencia entre todos, en mayor o menor medida y con diversas consecuencias, algunas dolorosas otras alegres, pero todas me han dado grandes enseñanzas.

Hace cuatro décadas las condiciones sociales en el interior de las familias eran distintas a las actuales y en materia de percepción de las personas con discapacidad intelectual o autismo, mucho más. Recuerdo que cuando mamá se percató del desarrollo de mi hermano, no se paralizó, por el contrario, se empoderó y aunque sin una luz que iluminara el sendero, trazó una ruta, en la que primeramente necesitábamos saber qué tenía para poder ayudarlo.

Antes de que Raúl cumpliera 10 años y tras haber visitado a innumerables “especialistas”, llegamos al diagnóstico de autismo, que sirvió como un pequeño alivio que nos orientó hacia la vereda del camino que debíamos continuar. Visitar a “expertos” quienes cuando mamá les preguntaba “¿qué tiene mi hijo?”, le daban como respuesta “su hijo vive en su propio mundo” que representaba todo y nada, a la vez; nos causaba mucha confusión.

Obvio, como niña no entendía qué significaba. La incertidumbre crecía cuando me mordía, rasguñaba, golpeaba, a lo que siempre respondimos con serenidad e incluso tomábamos como parte de la convivencia e involucramiento en la mayor parte de las actividades familiares, pues mi “Rulas” siempre andaba con nosotras, “lo aceptan porque los aceptan” decía mi mamá cuando íbamos a fiestas, restaurantes, etc.

Mi mamá trazó un plan en el que yo debía contar con una carrera universitaria y las herramientas para afrontar la situación, crecí con la visión de fortaleza para estar al pendiente de Raúl. Ella enfrentó todo sola, sin ningún soporte emocional; vivir así todos los días, las 24 horas, la llevó a una depresión permanente, a vivir frustrada y estar enojada todo el tiempo; cansada porque nunca contó con un tiempo para recargar energías.

Con el paso de los años me convertí en la proveedora de recursos para la familia, mientras que mamá y mi hermana cuidaban de Raúl, lo llevaban a sus sesiones, a sus terapias y seguían visitando instituciones que nos ayudaran a seguir descubriendo qué era el autismo. Con esta etapa inició, quizá, el periodo más complicado y exigente para mí, estudiar y trabajar fueron mis únicas opciones a las que no podía negarme.

Para el mismo “Rulas”, la situación durante mucho tiempo se tornó dolorosa, incluido el sufrimiento físico, a las actitudes de desprecio de la sociedad y a varios familiares, mi hermano padeció bajo la negligencia de charlatanes, quienes con el argumento de curarlo lo lastimaban, por ejemplo, introduciéndole una secadora de cabello por boca “para oxigenarle el cerebro”, o lo quemaban con cigarros en las extremidades “para hacerlo reaccionar”.

De lo anterior me enteré hasta pasado el fallecimiento de mamá, suceso que fue, en sí mismo, un tormento emocional que llegó acompañado de la noticia de una enfermedad terminal para mi padre, que derivó igualmente en su deceso. Esta serie de sucesos pusieron a prueba mi formación de atención y cuidado hacia mi hermano. El primer reto al que me enfrenté fue la familia de mi papá, quienes pretendieron ingresar a Raúl a un hospital psiquiátrico, según que para que yo pudiera seguir mi vida sin ninguna “carga”.

Un dicho popular dice que no hay mal que por bien no venga, y así lo he comprobado. Después de pasar por la pérdida de mis padres, conocí el Instituto Domus, y en seguida, Fundación Inclúyeme, organizaciones de las que he obtenido invaluable ayuda y la posibilidad de una mejor calidad de vida para mi hermano.

Raúl asiste a Domus de lunes a viernes de las 9 a las 17 hrs, en donde tiene el desarrollo necesario en el ámbito académico y laboral, siendo uno de los colaboradores más efectivos en la fábrica de chocolate que opera la asociación; mientras que en Fundación Inclúyeme es parte del Programa de Vida Independiente, habitando de lunes a sábado uno de los departamentos junto con otros chicos, quienes apoyados por un facilitador tienen la posibilidad de impulsar su autodeterminación y la toma de decisiones.

Reconozco que cuando conocí el proyecto de departamentos de Fundación Inclúyeme, me invadió la incertidumbre. Por un lado, sabía teníamos frente a nosotros una inmejorable oportunidad de independencia para mi hermano, pero por otro no quería que pensara que lo estaba abandonando, por estar a la espera de mi hijo Santiago; afortunadamente no sucedió así y de manera paulatina se incorporó al proyecto hasta quedarse la semana completa en su propio espacio.

Hoy, a pesar de las limitaciones económicas que persisten, gracias a mi esfuerzo e insistencia cuento con gestiones que me permiten resolver lo principal para mí, que es la calidad de mi hermano y de mi hijo. Mediante el respaldo de instituciones profesionales me siento tranquila, con fuerza y con dirección. Si uno busca encuentra y logra, nada se pierde con intentar y a veces arriesgar. Si antes trabajaba para llenarme los bolsillos, actualmente lo hago para llenarme el corazón.

Los fines de semana disfruto mucho de estar con “Santi” y “Rulas”, me enfoco en gozar a mi familiar. Cada día me convenzo que lo más importante es el hoy y la forma en que lo enfrentamos, he aprendido que nadie es eterno. Tratamos de hacer de todo, desde quedarnos en casa a cocinar y comer juntos, hasta salir de paseo, visitar un museo, o ir al cine.

Ante todas las dificultades no dejo de repetirme que, para amar a mi hermano, debo estar con él, escucharlo, verlo, entenderlo, valorarlo por lo que es como persona, de los avances que ha tenido a lo largo de su vida a través del espectro autista, que su avances es motivo de esperanza para muchas personas y familias, porque NADIE AMA, LO QUE NO CONOCE.

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