Accesibilidad: fundamental para que las PcD podamos ejercer con plenitud nuestros derechos

Antes de comenzar, quiero hacer extensivo mi agradecimiento a las personas que conforman la Fundación Inclúyeme por esta invitación. Quiero hacerles saber que me siento muy honrado por esta distinción y celebro la existencia de esta sección, que abre un espacio para que las personas con discapacidad, se expresen desde su propia experiencia, desde su vivir cotidiano. Hay tres conceptos que en la literatura disponible sobre derechos de personas con discapacidad, a menudo aparecen estrechamente ligados e incluso, entre algunas personas, son causa de confusión. Estos son, el diseño universal, la accesibilidad y los ajustes razonables. Al escribir estas líneas, me resisto a la tentación de realizar un abordaje a partir de la teoría, pues aunque ésta es necesaria, también es preciso plasmar la manera en que las personas con discapacidad enfrentamos diariamente las barreras culturales, sociales y urbanas. En efecto, la accesibilidad es un principio fundamental para que las personas con discapacidad podamos ejercer con plenitud los derechos como cualquiera otra persona. Sin embargo, la manera en que se han estructurado las sociedades en casi todo el mundo, hacen difícil o muy difícil que las personas con deficiencias accedamos apropiadamente a espacios públicos o privados, a la información, a la cultura, tales como ingresar a un teatro y disfrutar de alguna obra, o simplemente ir al cine y ver una película, hasta la imposibilidad para disfrutar de derechos como la educación o el trabajo.

 

Soy una persona con discapacidad visual y, en mi experiencia, creo que las mayores dificultades para nosotros, las encontramos en distintas áreas y en diversos grados, principalmente en el acceso a la información, que es quizá la mayor de nuestras preocupaciones, por lo que me centraré en este problema. Crecí durante el proceso de cambio de lo analógico a lo digital, y viví mis mayores complicaciones durante mi educación secundaria, preparatoria y los primeros años de la universidad. Otro poco durante la maestría, por la inmensa cantidad de libros que había que leer.

Al principio, pude defenderme en la escuela secundaria con una máquina de escribir mecánica para entregar mis trabajos, pues mis maestros desconocían el Sistema Braille y tenían qué asegurarse que la información que entregaba era realmente la que yo decía. Para leer, ocupaba los ojos de mi mamá, quien se dividía entre mis hermanos, mi papá y la casa para brindarme el tiempo necesario y yo tuviese un rendimiento académico adecuado. Durante la preparatoria fue algo más o menos similar, lo mismo que en los dos primeros años de la universidad. Aunque debo reconocer, que las matemáticas sí fueron sumamente difíciles, sobre todo en las ecuaciones graficadas, geometría y otras cosas tan traumatizantes que ahora mi subconsciente las ha anulado. Casi al concluir mi segundo año universitario, pude con algunos ahorros adquirir mi primera computadora y conseguir el programa parlante para utilizarla. Para mí, fue como si una gran puerta se abriera ante mis ojos, pues accedía a información que antes sólo podía conseguir con el apoyo de mis compañeros o alguno de mis familiares. En 2004, la información disponible en internet no era tan abundante como lo es ahora, pero para mí representaba un paso importantísimo, porque como a veces suelo reflexionar, las personas sin discapacidad visual pueden llevar un libro a donde sea, leerlo mientras se toman un café, o mientras esperan a algún amigo. Eso es complicado aún en nuestros días para las personas con discapacidad visual, pero al menos, sabemos que podemos disfrutar de esa información cuando nosotros lo decidamos y no esperar a que alguien tenga tiempo disponible para nosotros.

Aún recuerdo los desvelos de mi madre, previo a algún examen escolar o cuando debía entregar un trabajo final; y llegar a sentirme responsable por esa mujer que me dedicaba todo su tiempo sin esperar algo a cambio, salvo quizá, mi superación. Así que cuando al fin tuve mi computadora, vi la oportunidad de dejar descansar esa mente y ese par de ojos que tanto me habían apoyado. Mas no bastaba sólo con tener una computadora, también se requería complementar el equipo con un escáner para digitalizar la información de los libros, que por cierto, no estaban disponibles en Internet. Recordemos que hace 12 años, no existían tan a la mano los escáneres de alimentación automática ni programas de escaneo tan eficaces como los hay ahora, por lo que había que digitalizar hoja por hoja, y esperar a que la computadora lentamente procesara esa información.

Con todo y todo, era un nuevo mundo para mí, un mundo que había que celebrar por las oportunidades que la tecnología estaba ofreciendo a las personas con discapacidad visual. Por ahí dicen que la información es poder, así que imaginen cuánto poder nos estaba vedado a las personas con discapacidad visual. No dejo de sorprenderme aún con agradecimiento y regocijo cuando veo la velocidad con que el escáner que tengo en mi oficina se alimenta y digitaliza la información, pues en cuestión de minutos, dispongo del texto de un expediente o de un libro de hasta 100 ó 200 hojas.

Ojalá ello hubiese sido posible cuando comencé la maestría en 2008, pues entonces sí que necesitaba un escáner ultrarrápido, dada la cantidad de lecturas que debíamos realizar semanalmente, pero no fue así. En aquellos años, tenía que distribuir mi tiempo y optimizarlo entre escanear o leer.

¿Cuál de ambas cosas era más importante?

¿En qué se debía priorizar?

Lo peor, es que a veces, ni la persona con discapacidad, ni quienes forman parte de las instituciones educativas logran reconocer sus responsabilidades en la inclusión, pues esta, se sigue percibiendo no como una obligación, sino como una acción de buena voluntad, incluso, entre las personas o las instituciones mejor intencionadas. Ello está tan arraigado en las sociedades, que trasciende también al ámbito del quehacer público.

Desde esa lógica, la persona con discapacidad se convierte en un problema. La persona con discapacidad es el problema porque es ella la que no lee, la que no puede responder a los estándares académicos a los que las personas sin discapacidad sí están respondiendo. Por su parte, la persona asume ese rol impuesto y se siente responsable, culpable. Culpable porque no puede, culpable porque los demás sí pueden, culpable porque quizá debería esforzarse más, porque quizá debería desvelarse más. Tal vez por ello en algunos lugares se denomina a las personas con discapacidad como personas del doble esfuerzo, y, aunque no coincido plenamente con dicha denominación, creo que entraña algún fundamento. A ese respecto, todavía en muchos lugares del mundo se sigue aplaudiendo ese esfuerzo, se siguen premiando los logros de las personas con discapacidad, que, con todo y los obstáculos, lograron concluir una carrera, o convertirse en el empleado del año.

Personalmente, no coincido con esa visión, y menos aún, con esa práctica. No coincido porque hacer eso, equivale a aceptar que las cosas ya son así, equivale a centrar el problema en la persona, equivale a resignarnos a la existencia de un Estado omiso, de un gobierno omiso, que lejos de eliminar los obstáculos, las barreras a la participación de las personas con discapacidad, celebra que unos cuantos las hayan librado, cuando su obligación es asegurar que la mayoría lo haga.

Es cierto que de pronto, en el diario caminar, encontramos actitudes que nos confrontan con lo que creemos sobre nosotros, que nos confrontan con lo que nos consideramos capaces de hacer. En el lugar donde trabajo, me encargo de promover los derechos de las personas con discapacidad y por ello viajo a diferentes lugares. Con mayor frecuencia de la que me gustaría, cuando en el aeropuerto me dirijo al mostrador para obtener mi pase de abordar, o mientras espero en alguna banca la salida de mi vuelo, suelo escuchar expresiones como “¡Pobrecito!”, “¡Y viene solo!”, lo paradójico es que los dueños de esas vocecillas llenas de admiración o compasión, pocas veces se atreven a acercarse a mí para ofrecerme apoyo o preguntarme si está todo bien.

No he tocado en este apartado otros aspectos como el enfrentar las barreras urbanas, tales como postes de energía eléctrica, puestos ambulantes, bolsas o cestos de basura, perros, árboles, obras públicas sin cerrar y sin señalamientos de seguridad, personas con prisa y todas las demás cosas con que usualmente batallan las demás personas. Tampoco abordé la experiencia de una persona con baja visión, que créanme, es un mundo totalmente diferente, al oscilar en esa frontera que distingue a las personas que ven de las que no ven.

Hoy, como solemos escucharlo en los mensajes institucionales, afortunadamente estamos avanzando; cada vez existen más iniciativas que buscan dignificar la imagen de las personas con discapacidad, personas comprometidas con lograr su autonomía y su vida independiente, organizaciones que buscan que se respete su vida privada y el respeto a la toma de decisiones con apoyo; más personas con discapacidad aparecen en el escenario público representando a algún colectivo social, a alguna empresa o a alguna institución, defendiendo con dignidad la posición que ostentan, y eso es de celebrarse, pero siguen haciendo falta más personas con discapacidad proactivas y participativas, se requieren mayores cuadros de liderazgo, se requieren más personas con discapacidad empoderadas deseosas de allanar el camino a las que vienen detrás.

Ello implica un cambio de conciencia en las personas con y sin discapacidad, implica dejar atrás el paradigma de conmiseración, de segregación o de admiración que enfocan el problema sólo en la persona; y comenzar a cambiar el enfoque, para pensar antes de emitir expresiones que refuercen las condiciones desfavorables para las personas con discapacidad y replantear la manera en que comunicamos algo. No hay personas que no pueden aprender, hay escuelas que no logran trasmitir los conocimientos; no hay personas que no puedan llegar a un lugar, sino hay lugares incapaces de recibir a todas las personas; no es que las personas no puedan trabajar, hay gobiernos que no imponen obligaciones para que todas las empresas y las instituciones sean inclusivas. Invito a quienes se han tomado el tiempo de llegar al final de este escrito, a convertirse en promotores y promotoras de una mayor conciencia sobre el respeto a las personas con discapacidad; a no compadecer, a no minimizar; les invito a apoyar, a practicar la solidaridad y a transformar para bien nuestra sociedad.

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